martes, 6 de diciembre de 2011

Leyendas míticas

Reina de Francia

Felipe II Augusto de Francia había perdido a su primera esposa, la hermosa Isabel de Hainaut, en un difícil parto gemelar en el que también morirían los dos niños alumbrados. La joven reina no tenía aún los veinte años y ya había dado un heredero al trono de Francia: el futuro Luis VIII, nacido tres años antes. Felipe era consciente de que tenía que volver a casarse los más rápidamente posible. La sucesión dinástica no estaba realmente asegurada con un único hijo de corta edad que ya había sufrido una grave enfermedad. Pidió y obtuvo la mano de la rubia Ingeborg de Dinamarca, llamada también Isambur, hermana del rey Knut VI. Se firmó el acuerdo matrimonial, al que la princesa danesa aportó una dote de 10.000 marcos de plata, y la novia se dirigió a Francia.


Felipe e Ingeborg se casaron con gran pompa en París el 15 de agosto de 1193. Lo que sucedió en su noche de bodas es un enigma y ha dado lugar a toda clase de especulaciones posibles tanto por parte de sus contemporáneos como por los historiadores. El caso es que a partir del día siguiente, al ver aparecer a su joven esposa, al rey le entraron unos sudores fríos y un temblor nervioso tales que, desde ese instante, declaró su intención de repudiarla.

Algunos piensan que él descubrió que no era virgen, otros que estaba enojado porque los daneses no habían proporcionado la ayuda militar prometida contra su enemigo el rey Ricardo de Inglaterra, una teoría moderna atribuye su comportamiento a una fiebre que contrajo en la Cruzada que le hizo impotente y se sugiere también una oculta deformidad física en Ingeborg, aunque las descripciones contemporáneas dan fe de buena apariencia y carácter.


Fueran cuales fuesen las particularidades físicas de la princesa danesa, el rey iba a comportarse de una manera inexcusable; no sólo se negó en lo sucesivo a tratar a Ingeborg como a su mujer sino que la encarceló. Luego buscó un pretexto para obtener el divorcio, descubrió que Ingeborg era pariente de su primera esposa, y unos prelados complacientes declararon nulo el matrimonio por motivos de consanguinidad. Pero la reina Ingeborg apeló al Papa Celestino III, quien defendió su causa pero poco hizo por ella.

Felipe se unió en matrimonio con la joven bávara Inés de Méranie, hija de un príncipe del imperio, en junio de 1196. De este matrimonio nacerían dos hijos. El nuevo Papa Inocencio III, elegido dos años después, censuró el nuevo matrimonio del rey y le ordenó regresar con Ingeborg, otorgándole su lugar como reina. Y como Felipe se mostraba reacio a abandonar a Inés, se lanzó un interdicto sobre todo el reino: se prohibía la celebración de la liturgia y la población se veía privada de los sacramentos, sin poder dar cristiana sepultura a sus muertos, ni celebrar bodas ni bautizos, las campanas de las iglesias dejaron de tocar. El Papa levantó la sanción cuando el rey consintió finalmente en separarse de Inés, que se retiró al castillo de Poissy donde murió en julio de 1201.


En 1213, Felipe había restituido a la reina Ingeborg el lugar que le correspondía en la corte de Francia. Había agotado para repudiarla todas las argucias del derecho civil y del canónico, todas las maniobras de intimidación, las amenazas, apelaciones y dilaciones. El matrimonio había sido disuelto varias veces por unos prelados complacientes y otras tantas restablecido por los legados pontificios. La reina había sido alternativamente encerrada en la abadía de Cisoing, cerca de Tournai, luego en una torre de Etampes, obligada a vivir una existencia austera y solitaria. Ingeborg perseveró durante veinte años, reclamando su derecho con tal obstinación que, por más que fuese el rey, Felipe tuvo que ceder. La reina contó con el apoyo de su hermano el rey de Dinamarca y el de los Papas, incluso si su ayuda era a veces cautelosa.

Parece, por otra parte, que durante sus últimos años el rey Felipe le había sido relativamente fiel; al mencionarla en su testamento la llama su carissima uxor, su esposa queridísima. Se dice que en su lecho de muerte, le pidió a su hijo y heredero Luis VIII que la tratase bien. Y según el testimonio unánime de sus contemporáneos, la trataba “no como a una madrastra, sino como a una madre”. Durante los últimos años de su vida se la llamaba la reina de Orleáns, pues tras su viudedad, Orleáns o Corbeil se habían convertido en sus residencias favoritas. Asistió a eventos reales y sobrevivió a su esposo más de catorce años. Fue enterrada en la iglesia de la Orden de San Juan en Corbeil.



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